Evidentemente, todo liberal no puede más que alegrarse de que un político busque reducir impuestos en lugar de multiplicarlos: minorar el monto del expolio estatal sobre los ciudadanos no sólo es económicamente positivo, sino sobre todo éticamente correcto. Ahora bien, el gran obstáculo para que un gobernante reduzca impuestos no es sólo la frontal renuencia de la clase política, sino también la dificultad de gestionar las consecuencias de esa reducción: menores tipos impositivos suelen ir ligados a una menor recaudación tributaria (sobre todo si la rebaja de impuestos es muy intensa) y, por tanto, el gobernante ha de escoger qué partidas de gasto desea conservar y a cuáles debe renunciar. De hecho, si recortar impuestos, siempre e indefectiblemente, aumentara la recaudación, ningún político, ni siquiera los de extrema izquierda, se opondrían a recortarlos: ¡cuánto más los bajaran, más podrían gastar!
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