Los subsidios estatales suelen despertar, y con razón, reparos en muchas personas. Para empezar, porque para subsidiar una actividad que no puede mantenerse por sí sola hay que extraer dinero de otras actividades que sí puedan hacerlo. Si el Gobierno, digamos, decidiera financiar a una empresa algodonera que no cubre sus costos, tendría para ello que cobrar tributos a ciudadanos que los hubiesen invertido, por ejemplo, en un negocio de espárragos que sí produjese ganancias. Así, por cada negocio deficitario que el Estado subsidia, en algún lugar deja de existir otro negocio que sí sería sostenible y que agregaría riqueza al país. Las empresas subsidiadas son como los vampiros de las leyendas: solo pueden vivir a costa de la sangre a otros.
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