La sorprendente victoria por más de un millón de votos de los partidarios de que Reino Unido abandone la Unión Europea ha conmocionado al Viejo Continente. Primero, por lo inesperado del resultado (la mayoría de sondeos predecían una derrota del Brexit) y, segundo, por la magnitud del cataclismo (la Unión Europea en sus 65 años de historia no se había enfrentado a un embate remotamente parecido).
Los defensores de la causa de la libertad no podemos sino alegrarnos por la estocada que el monstruo bruselense ha recibido. Pocas instituciones pueden generar más rechazo a un liberal que esa eurocracia ensoberbecida en su ingeniería social en la que con el paso de las décadas se han acabado convirtiendo las primigenias Comunidades Europeas. La red de la libertad no necesita de mastodontes supraestatales y funcionariales para ser desplegada. El siglo XIX es un claro ejemplo de ello. Para recuperar la senda de la prosperidad bastaría con que los países volvieran a respetar dos principios básicos: coexistencia pacífica y cooperación libre. Sin trabas internas (y, ojo, tampoco externas) al comercio y a la libre circulación de personas y capitales. Es decir, algo que solo en parte cumple la Unión Europea, cuyo alto componente xenófobo, no por enmascarado menos escandaloso, no debemos pasar por alto.
Obviamente, encontramos todo tipo de motivaciones entre los más de 17 millones de votantes que optaron por abandonar la UE. Y la vieja pulsión mercantilista y nacionalista ha pesado en no poca medida, con sus recelos hacia todo lo que venga de fuera. El peligro de que el Reino Unido (y con él otros países que decidan explorar esa senda) vaya hacia algo todavía peor, existe, sin duda. Pero sería injusto despachar el Brexit tachando, frente a los cultivados europeístas, de hooligans iletrados a sus partidarios. Los liberales británicos apoyaron el portazo a Bruselas porque creen que se puede disfrutar de todo lo bueno que la UE ofrecía sin necesidad de someterse a su arbitrario entramado de regulaciones y de redistribución de rentas. Sin ir más lejos, Suiza, el país más rico y con mayores cotas de libertad de Europa, está completamente insertado en la división internacional del trabajo sin haber tenido que pasar por el aro eurocrático.
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