domingo, 26 de agosto de 2012

EL PAÍS. Mario Vargas, Julian Assange en el balcón

En el cubículo de la embajada del Ecuador en Londres, donde está refugiado, Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, tendrá ahora tiempo de sobra para reflexionar sobre la extraordinaria historia de su vida, que comenzó como oscuro ladronzuelo de la intimidad ajena (es lo que hace un hacker informático, aunque el anglicismo trate de inocular dignidad a ese innoble oficio) en el país de los canguros y ha terminado convirtiéndolo en un icono contemporáneo, tan famoso como los futbolistas o roqueros más de moda, para muchos en un héroe de la libertad de expresión y en el centro de un conflicto diplomático internacional.
Existe tal maraña de confusiones y mentiras respecto al personaje, creada por él mismo y por sus partidarios, y propulsada por el periodismo ávido de escándalo, que hay millones de personas en el mundo convencidas de que el desgarbado australiano de pelos blanco amarillos que compareció hace unos días en el balcón de la embajada ecuatoriana del barrio preferido por los jeques árabes en Londres —Knightsbridge— para dar lecciones sobre la libertad de expresión al presidente Obama, es un perseguido político de los Estados Unidos al que ha salvado in extremis nada menos que el presidente Rafael Correa del Ecuador, es decir, el gobierno que, después de los de Cuba y Venezuela, ha perpetrado los peores atropellos contra la prensa en América Latina, cerrando emisoras, periódicos, arrastrando a tribunales serviles a periodistas y diarios que se atrevieron a denunciar los tráficos y la corrupción de su régimen, y presentando una ley mordaza que prácticamente sellaría la desaparición del periodismo independiente en el país. En este caso sí que vale el viejo refrán: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. Porque el presidente Correa y Julian Assange son tal para cual.

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