lunes, 20 de agosto de 2012

José Barba. La soberbia.

Este Cateriano que está ocupando el Ministerio de Defensa gracias a la influencia de Mario Vargas Llosa, tiene todos los defectos de su maestro y ninguna de sus virtudes. Como es común en los artistas eximios en construcción de palabras, Mario es vanidoso y a veces dogmático; pero siendo quien es, sonreímos ante el tulipán galardonado. Pero cuando estas mismas debilidades las exhibe un geranio vulgar y silvestre, no tenemos por qué ser tolerantes. Un ministro representa al Presidente y está allí no para crear fisuras y remolinos, sino para tender puentes en función de objetivos nacionales. Su comportamiento, como el de una espina en una cuna, nos demuestra una vez más que el fuerte de Mario no es la propuesta política.
De este pequeño accidente me valgo para recordar una historia de soberbia inolvidable. Antes de invadir Grecia, Jerjes, hijo de Darío, sube a una cumbre para contemplar a sus naves cubriendo el mar, a sus cientos de miles de soldados que marchan haciendo temblar la tierra. En la trama que Herodoto teje, Jerjes está concebido como un héroe trágico; su eje central es la desmesura, la arrogante confianza en sí mismo. En una reunión con sus espías, pregunta qué hacen los griegos, y al oír que están ocupados en sus juegos olímpicos, interroga por el premio disputado. Cuando le contestan que el premio es una corona de olivo, sonríe con desprecio; pero uno de sus generales le advierte del terrible riesgo de luchar contra hombres que no combaten por provecho sino por honor. Jerjes responde con una carcajada. Cuando otro le habla del amor a la libertad de los griegos, de su disciplina, de su coraje, Jerjes vuelve a tronar en carcajadas. Era tanta su soberbia, que cuando una tempestad deshizo algunas de sus naves, se indignó tanto contra los dioses que mandaban en el mar, que mandó castigarle con 300 azotes. Poco después se arrepintió, pero Poseidón no lo perdonó. Es por esto que cuando pisó Europa, una yegua de su campamento parió una liebre, lo cual quería decir que el soberbio Jerjes volvería por el mismo sitio corriendo como una liebre para salvar su vida. En el ideal homérico, el hombre debe ser decidor de hechos, luego decidor de palabras. Jerjes invirtió la tabla, y lo que le sucedió es el destino de todos los fanfarrones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario